GERAL


FERIT ORHAN PAMUK


El premio Nobel turco Ferit Orhan Pamuk (1952) rememora sus lecturas desde que a los 18 años aún soñaba con ser pintor y arquitecto y compraba compulsivamente libros y más libros en las librerías de viejo de Estambul. Una evocación muy humana y vital donde junto a Nazin Hikmet y sus cárceles, Orhan Veli,  Moli Cevdet y su discurso contra la lengua oficial represiva, también aparece Jorge Luis Borges.  Este texto se publica extractado de Babelia (11.10.08)

El núcleo de mi biblioteca lo forma la de mi padre. A los diecisiete o dieciocho años, cuando empecé a pasar la mayor parte de mi tiempo leyendo a solas, atacaba los libros del salón de mi padre tanto como las librerías de Estambul. Fue entonces cuando comencé a, si leía algo que me gustaba, llevármelo de la biblioteca de mi padre a la de mi cuarto y a colocarlo entre mis propios libros. Mi padre, feliz de que su hijo leyera, se alegraba de que añadiese a mi biblioteca algunos de sus libros y cuando veía en mis estantes alguno de sus antiguos volúmenes bromeaba conmigo diciendo: "Vaya, también este libro ha sido elevado a una alta categoría".

En 1970, a los dieciocho años y como todo turco aficionado a los libros, empecé a escribir poesía. Por un lado estudiaba arquitectura y notaba que iba perdiendo el placer que me proporcionaba la pintura, y por otro, a escondidas y fumando hasta altas horas de la noche, escribía poemas. Fue en esa época cuando me leí todos los libros de poesía turca de la biblioteca de mi padre, que en su juventud también quiso ser poeta.

Me gustaban los libros delgaditos y de tapas pálidas de los poetas que pasarían a la historia de la poesía turca con el nombre de Primeros Nuevos (de los años cuarenta y cincuenta) y Segundos Nuevos (de los sesenta y setenta) y al leerlos me gustaba estar escribiendo poesía como ellos. Parte de los Primeros Nuevos, que trajeron a la poesía turca la lengua del ciudadano de a pie y su sentido del humor e ignoraron el discurso formal de la lengua oficial de un mundo represivo y autoritario, por ejemplo, Orhan Veli, Melih Cevdet u Oktay Rifat, eran también conocidos, así como los primeros libros que publicaron, como el grupo de los "Raros". Mi padre a veces sacaba de su biblioteca las primeras ediciones de aquellos poetas y nos leía en voz alta y con un estilo que nos hacía sentir que la literatura era uno de los aspectos más maravillosos de la vida un par de poemas divertidos y bromistas que nos gustaban y nos divertían.

En cuanto a la poesía de los Segundos Nuevos, una continuación de aquella corriente renovadora, me emocionaba el hecho de que de ella surgiera una voz descriptiva y narrativa que alcanzaba una confusión a veces dadaísta o surrealista y a veces ornamental. Al leer a esos poetas, extrañamente en ocasiones tan incomprensibles y difíciles como emocionantes y ahora todos fallecidos (Cemal Süreya, Turgut Uyar, Ilhan Berk), me sentía como esos inocentes que al mirar un cuadro "abstracto" creen que también ellos podrían hacerlo. Como el pintor que al contemplar un buen cuadro, o un cuadro que cree haber entendido cómo se ha hecho, corre a su estudio con el deseo de pintar, me entraban ganas de escribir poesía y me sentaba a la mesa a hacerlo.

Como, exceptuando a estos autores, la poesía turca está muy alejada de la lengua cotidiana y es muy artificial, me interesaba más que como poesía, aparte de algunos poemas y versos excepcionales y sumamente hermosos, como cuestión intelectual. ¿Qué protegería el poeta local de esa tradición que iba desapareciendo bajo el aplastante peso de la occidentalización, la modernidad y Europa, y cómo lo haría? ¿Cómo se podían adaptar a los juegos literarios y a una poesía moderna las bellezas de la poesía del Diván, que las elites otomanas habían creado bajo la influencia persa y que las nuevas generaciones sólo podían entender gracias a diccionarios y guías? Estas preguntas, expresadas de una forma muy general con la locución "aprovecharse de la tradición", durante mucho tiempo ocuparon la mente tanto de los autores de mi generación como la de los de la previa. Los problemas literarios y filosóficos podían discutirse con más facilidad a través de la poesía gracias a la fuerza de la poesía otomana, fuera de la influencia occidental, y a su tradición centenaria. El hecho de que no existiera una tradición prosística y novelística daba lugar a que nosotros, los narradores, preocupados por el localismo literario y formal, volviéramos los ojos a la poesía.

A principios de los setenta, cuando decidí ser novelista después de que mi entusiasmo por la poesía se inflamara y se extinguiera sin que pasara mucho, en Turquía se consideraba a la poesía como la verdadera literatura y a la novela como algo más bajo y popular. No sería incorrecto afirmar que en los últimos treinta y cinco años la novela se ha convertido en algo más importante mientras que la poesía ha perdido su importancia. Durante este tiempo tanto los lectores de literatura como la industria del libro han crecido y se han enriquecido a una velocidad sorprendente.

Cuando yo decidí ser escritor el punto de vista dominante, tanto en la poesía como en la novela, no era sólo el que un individuo solitario expresara con palabras su propio ser, su alma y sus singularidades, sino que también se valoraba que el escritor, actuando en equipo con un grupo, una colectividad o con sus compañeros, contribuyera en algo a una utopía, a un sueño (modernismo, socialismo, islamismo, nacionalismo o republicanismo laico). Por esa razón, para los autores nunca fue una cuestión literaria el impulso de aprovecharse de la Historia y la tradición para encontrar la forma literaria que más les sirviera para expresar su voz, sino que, en su lugar, se transformó en parte del sueño de construir la sociedad, la nación, feliz y armoniosa del futuro codo a codo con el Estado. A veces pienso que en el último siglo la literatura modernista y optimista, sea tanto republicanista, ilustrada y laica como socialista igualitaria, ha perdido de vista el espíritu de lo que ocurría en las calles de Estambul y en sus propias casas por tener la mirada demasiado puesta en el futuro. Me da la impresión de que los autores que lamentan la pérdida de la cultura del pasado, como Tanpinar o Abdülhak Sinasi Hisar, y los que aman sin prejuicios la poesía y la vitalidad de las calles de Estambul, como Ahmet Rasim, Sait Faik o Aziz Nesin, explican mejor la vida que vivimos que aquellos que se preocupan apasionadamente por cómo Turquía puede alcanzar un futuro brillante.

Después de que comenzaran los movimientos de occidentalización y modernización, el problema fundamental de todas las literaturas no occidentales, no sólo la turca, ha sido la dificultad de abarcar al mismo tiempo los sueños de futuro con los colores del presente, el sueño de un país y un ser humano modernos con el placer de vivir en el mundo tradicional existente. El que los escritores que imaginan un futuro radical muchas veces hayan intervenido en disputas políticas y luchas por el poder y hayan dado con sus huesos en la cárcel ha endurecido y hecho más amargas sus voces y sus observaciones.

En la biblioteca de mi padre también estaban los primeros libros de Nazim Hikmet, publicados en los años treinta, antes de que ingresara en la cárcel. Me impresionaban tanto como el tono airado y positivo de quien cree en un futuro esperanzador y feliz y las innovaciones formales tomadas de los futuristas rusos, los padecimientos sufridos por el poeta, sus días en la cárcel, la vida en presidio tal y como la describían en sus cartas y memorias narradores realistas como Orhan Kemal y Kemal Tahir, que compartieron cárcel con él. De memorias de intelectuales y periodistas turcos que sufrieron prisión y de novelas y cuentos que transcurren en la cárcel podría formarse una biblioteca entera. En cierta época leí tanta literatura carcelaria que aprendí tanto como un preso cualquiera de la vida cotidiana en los pabellones, de esa jerga presidiaria que tanto me gustaba y de las leyes de matones y chulos. Por aquellos años la literatura me parecía una vida en la que la policía te esperaba continuamente a la puerta, la secreta te seguía por las calles, te pinchaban los teléfonos, no podías conseguir un pasaporte y desde prisión escribías emotivas cartas y poemas a tu amada. Nunca aspiré a esa vida de la que supe por los libros, pero la encontraba romántica. Treinta años más tarde, cuando viví hasta cierto punto preocupaciones parecidas, me consolaba pensando que mi situación era mucho más llevadera que la descrita en los libros de aquellos autores que había leído en mi juventud con un horror comprensible y un extraño romanticismo.

Por desgracia he perdido muy poco del punto de vista ilustrado y utilitario según el cual los libros son algo que nos prepara para la vida. Puede que sea porque la vida del escritor en Turquía siempre lo confirma. Sobre todo porque en Turquía nunca, pero especialmente en aquellos tiempos, han existido grandes bibliotecas donde uno pudiera encontrar con facilidad el libro que quería. Tras la fantasía de la biblioteca borgiana en la que cada libro gana una misteriosa cualidad y, como consecuencia, la propia biblioteca se reviste de una poesía ajustada a la confusión del mundo y de una aureola metafísica de infinitud, están esas grandes bibliotecas que contienen innumerables libros, tantos como para que sea imposible leerlos todos. Borges era director de una biblioteca así en Buenos Aires. Pero en mi juventud no había ni en Estambul ni en toda Turquía ni una sola de esas bibliotecas abierta para el aficionado a los libros. En cuanto a libros en lenguas extranjeras, no los había en ninguna. Si quería aprender de todo, convertirme en alguien ilustrado y profundo y librarme de los límites asfixiantes que guardaban las prohibiciones, el título de literato y las amistades y grupos de la literatura nacional, debía formarme mi propia gran biblioteca.

Entre 1970 y 1990, después de escribir, mi principal ocupación consistió en comprar libros para formarme una biblioteca que contuviera todos los libros importantes y útiles dignos de interés. Mi padre me daba una buena cantidad de dinero para gastos. A partir de los dieciocho años convertí en costumbre el ir una vez por semana al mercado de libros de Beyazit. Me pasaba horas, días, en aquellas tiendas calentadas a duras penas por pequeñas estufas eléctricas, rebosantes de pilas de libros sin clasificar y en las que todo el mundo, desde el dependiente y el dueño hasta el visitante ocasional o el aficionado buscador de libros, tenía aspecto de ser muy pobre. Entraba en una tienda que vendía libros de segunda mano; inspeccionaba uno por uno todos los estantes y todos los libros; escogía uno de historia sobre las relaciones otomano-suecas en el siglo XVIII, o las memorias del director médico del Hospital Psiquiátrico de Bakirköy, o las notas de un periodista testigo de un golpe de Estado frustrado, o una monografía sobre los edificios otomanos en Macedonia, o una antología en turco de las memorias del viaje de un alemán que había venido a Estambul en el siglo XVII, o las reflexiones de un catedrático de la facultad de medicina de Çapa sobre la neurosis maniaco-depresiva y la predisposición a la esquizofrenia, o el diván de un olvidado poeta otomano comentado y traducido al turco de nuestros días, o un libro de propaganda ilustrado con fotografías en blanco y negro sobre las carreteras, edificios y parques construidos por la diputación de Estambul en los años cuarenta; regateaba con el dependiente y me lo compraba. Al principio reunía todos los clásicos de las literaturas universal y turca – aunque para la literatura turca sería más apropiado decir "libros importantes" –. Los otros, pensaba que ya los leería algún día, como los clásicos. Pero incluso mi madre, preocupada por lo mucho que leía, se daba cuenta de que compraba más libros de los que podía leer. "Por lo menos no compres más sin haberte acabado los que has comprado ahora", decía bastante harta.

No compraba los libros como un coleccionista, sino como alguien inquieto que quisiera comprender lo antes posible, leyéndolo todo, el sentido del mundo y por qué Turquía era tan pobre y problemática. Con poco más de veinte años era incapaz de dar una respuesta satisfactoria a los amigos que venían a la casa en que vivía con mis padres y me preguntaban para qué compraba aquellos libros que iban llenando a toda velocidad cada uno de los cuartos…

Ferit Ohran Pamuk - Escritor Turco - Ganhador do Prêmio Nobel de Literatura de 2006

Nació en Estambul el 7 de junio de 1952. Es uno de los más destacados autores de la literatura actual en lengua turca y su obra há sido traducida a 34 idiomas. En 2006 recibió el Premio Nobel de Literatura.


Fonte: El Arca Digital

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OSWALDO FRANCISCO DE ALMEIDA JÚNIOR

Professor associado do Departamento de Ciência da Informação da Universidade Estadual de Londrina. Professor do Programa de Pós-Graduação em Ciência da Informação da UNESP/Marília. Doutor e Mestre em Ciência da Comunicação pela ECA/USP. Professor colaborador do Programa de Pós-Graduação da UFCA- Cariri - Mantenedor do Site.